La evaluación tiene por objetivo la valoración del grado de aprendizaje conseguido por los estudiantes (Bernad, 2000). Hasta hace poco más de una década, la evaluación del alumnado era la típica “evaluación final” y tenía por objetivo la calificación, más allá de cómo había sido su desempeño a lo largo del curso académico. En la actualidad, el marco docente plantea nuevas metodologías didácticas que promueven la aplicación de un sistema de “evaluación continua” que considera a esta como una parte principal de la docencia (Vlachopoulos, 2008).
Este enfoque se distancia de los exámenes tradicionales, muy centrados en la etapa final del aprendizaje, en donde el fin muchas veces, es más el aprobar que el aprender, y valora el progreso de los estudiantes a lo largo del curso mediante la realización periódica de actividades como pruebas cortas, proyectos, tareas, asistencia y participación en clase, y trabajos en grupo, todos de carácter evaluable, que facilitan la asimilación y el desarrollo progresivo de los contenidos que deben alcanzarse en cada asignatura, haciendo un seguimiento consecutivo del proceso de aprendizaje, con el fin de obtener retroalimentación respecto a las dificultades que afronta el alumnado para poder diseñar ajustes e intervenciones necesarias que mejorarán la enseñanza.
Más que hablar de diferencias entre las actividades evaluativas de la evaluación continua y de la evaluación final, se trata de modos o formas diferentes de plantear una actividad, lo cual depende en gran medida de la labor del docente y de la visión de la institución educativa en cuanto a cómo se deben evaluar cada uno de los contenidos (Delgado y Oliver, 2009).
A diferencia de los exámenes finales, que se realizan previo a acabar un trimestre, cuatrimestre, semestre o año académico y evalúan partes de los distintos contenidos vistos a lo largo del curso, la evaluación continua promueve un aprendizaje más profundo y autónomo, dando al estudiante la oportunidad de reflexionar sobre su progreso y mejorar constantemente, otorgando a su vez, un rol docente más de orientador que evaluador. En ese sentido, el docente puede realizar un seguimiento más exhaustivo del progreso en el aprendizaje del estudiante, ya que permite una valoración integral del mismo (Universitat Pompeu Fabra, 2005), no solo a nivel de contenidos sino de competencias.
Una competencia es “conjunto de capacidades que se desarrollan a través de un proceso de aprendizaje a través del cual se conduce a la persona responsable a ser competente para realizar múltiples acciones (sociales, cognitivas, culturales, afectivas, laborales, productivas) con las que proyecta y evidencia su capacidad de resolver un problema dado en un contexto especifico y cambiante” (p. 4, cp. Charria, Sarsosa, Uribe, López y Arenas, 2011). El aprendizaje por competencias es fundamental para el alumnado ya que proporciona herramientas prácticas y aplicables en situaciones reales. Esto significa que los estudiantes estarán mejor preparados para resolver problemas y enfrentar desafíos en su vida personal y profesional, dentro de un mundo cambiante y globalizado, aprendiendo a identificar fortalezas y áreas de mejora, buscar recursos para alcanzar los objetivos y trabajar en equipo.
En relación con el alumnado, se ha constado que la mayoría elige el sistema de evaluación continua sobre el sistema de evaluación final, puesto que “se examinan pequeñas partes de la materia y es más fácil estudiar y aprobar” (Vlachopoulos, 2008, p.19). Aunado a ello, se pueden repasar los contenidos de las asignaturas varias veces durante el curso, lo que permite la consolidación y comprensión a largo plazo de lo aprendido; también, hay más de una oportunidad para aprobar, lo que resulta más estimulante y motivador para los estudiantes, e incentiva que participen activamente en las actividades académicas y estén más comprometidos con el aprendizaje.
Otro beneficio importante de la evaluación continua es la reducción del estrés y la ansiedad relacionados con las pruebas finales. Para muchos estudiantes, los exámenes tradicionales representan una fuente importante de presión, lo que puede afectar su rendimiento, autoestima y bienestar en general, en contraposición, la evaluación continua, al distribuir la carga evaluativa en tareas más pequeñas y frecuentes, ayuda a mitigar estos efectos negativos, lo que refuerza el sentido de competencia y control sobre su propio proceso de aprendizaje.
Respecto a las desventajas de la evaluación continua, el alumnado indica que no se puede seguir el ritmo de este sistema de evaluación, porque es muy rápido, en tanto que se solapan o cruzan varias evaluaciones de diferentes asignaturas a la vez, lo que supone una carga de trabajo adicional y una mayor dificultad para obtener matrículas de honor.
Para los docentes, este sistema de evaluación también representa mayor esfuerzo y tiempo, ya que la retroalimentación personalizada requiere de tiempo, y en ocasiones, cuando hay un volumen elevado de estudiantes, acaba siendo insostenible, además de correr el riesgo de subjetividad en las calificaciones, lo que puede generar percepciones de inequidad entre los estudiantes.
La evaluación continua puede acentuar las desigualdades entre los estudiantes con otras responsabilidades, como, por ejemplo, un trabajo a medio tiempo o bien, el cuidado de algún familiar, ya que, si pierden alguna clase, “pierden contenidos o parte de la evaluación” (Vlachopoulos, 2008, p.20).
En relación con la evaluación final o única, el alumnado apunta que, al no requerir de asistencia y participación activa, permite combinar estudios con trabajo y se pueden obtener matrículas de honor con mayor facilidad, ya que puede dedicar más tiempo a profundizar en cada tema en lugar de prepararse continuamente para pequeños exámenes o actividades, así como desarrollar habilidades de planificación y organización del tiempo de estudio.
Aunado a ello, para los docentes, es más fácil organizar el curso y la evaluación, ya que no necesitan preparar múltiples evaluaciones o revisiones a lo largo del curso académico.
Sin embargo, los aspectos menos favorables serían que en una sola ocasión se evalúa el aprendizaje, esfuerzo y trabajo de todo un curso; el volumen que se debe estudiar es excesivo y no permite consolidar los conocimientos sino que fomenta la memorización y procrastinación, y si por alguna razón, el día de la evaluación el alumno no está bien física o anímicamente, puede suspender sin opción a recuperar su calificación con otras actividades que conformen la puntuación final de la asignatura (Vlachopoulos, 2008). Asimismo, la evaluación única perjudica el compromiso y participación del grupo, y en lo particular, entorpece el desempeño de aquellos alumnos que presentan dificultades con las pruebas y la presión asociada a estas, quienes suelen tener peores resultados, aunque hayan comprendido bien el contenido.
Finalmente, la evaluación continua ofrece un enfoque alternativo y beneficioso para el aprendizaje, con ventajas claras como la promoción de un aprendizaje a largo plazo, la reducción del estrés, y la mejora de la motivación. Sin embargo, también presenta retos como la sobrecarga de trabajo, las dificultades en la medición del aprendizaje profundo, y la necesidad de asegurar la equidad entre los estudiantes. Para garantizar sus beneficios, es necesario que los docentes diseñen actividades que verdaderamente promuevan la comprensión profunda y que las instituciones educativas proporcionen los recursos necesarios para su implementación efectiva.
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